Un auto baja por Güemes y al pasar Laurencena se sacude con el empedrado y los pozos de la calle del puerto de Paraná. Lleva el baúl abierto, del que asoman la rueda delantera de una pequeña bicicleta y dos cañitas con sus líneas, los corchos como boyas y anzuelos casi imperceptibles. La familia que llega a la costanera con el atardecer dobla a la izquierda hacia la zona de las amarras. Sus siluetas se sumarán pronto al paisaje que recorta sobre la baranda del litoral a una gran cantidad de personas con cañas, atentas a atrapar a esos menudos peces de cuerpo ovalado y costados aplanados.
"Se corrió la voz, hay mojarras como para hacer dulce", dice Daniel, sonriente, mientras le explica a su hijo de ocho años cómo ensartar una lombriz en el anzuelo. El niño mira en silencio con sus grandes ojos como el gusanito de pocos centímetros se retuerce en el gancho antes de convertirse en el incentivo de los peces. Su infancia acaba de ensancharse con una nueva experiencia, a orillas del Paraná, en el encuentro con ese universo que trae el río. En la costanera y el Parque Urquiza hay muchísima gente, varios caminando o corriendo, otros simplemente mateando, y unos cuantos dedicados a la pesca recreativa. En el área del dique ocurre lo mismo, hacia donde se mire se ven personas costeando: en la zona de los barcos o del lado de enfrente cerca de la Escuela Técnica N° 100 Puerto Nuevo.
"Vivimos en Entre Ríos, es nuestra tradición andar mojarreando, aunque no salga nada. Lo destacable es que ahora hay, tanto mojarras como palometas. Y los chicos se entretienen", cuenta Vicente, instalado con toda la familia frente a la escuela de canotaje; tres hijos y dos sobrinos que arrojan sus líneas entre los camalotes, la mujer y la suegra que matean sentadas en reposeras. "Hacemos devolución, no las comemos, aunque hay gente que las lleva para el gato o para fritar, pero hay que pescar mucho para eso, dedicarle más tiempo", agrega el hombre.
"Elegimos este lugar porque venimos sacando", comenta Silvia, su mujer. "Nos arrimamos cuando terminamos las cosas de la casa, por la tardecita, que es cuando hace menos calor. Estamos un rato, la idea es divertirse y pasar las vacaciones. Perder el tiempo. Esto es parte de nuestra idiosincrasia", aclara Vicente. Cerca de ellos, José y Axel, padre e hijo, van llenando un balde negro con su producción. "Es la primera vez que venimos, somos de Nogoyá, así que estamos incorporando esta linda costumbre. En donde uno se ponga, pican enseguida. Es lo único que sale, allá hay unos muchachos tirando el reel pero se aburrieron toda la tarde. Hoy nos quedamos un tocazo, estamos desde las 2, siempre mojarreando para sacarle las ganas a mi nene", explica José.
A su lado suben dos remeros recién llegados al dique, descienden de los kayaks y los cruzan hasta el galpón de la Ecenaa sin demasiado esfuerzo, ya que el agua está cerquita de la vereda. Un poco más allá, en una plataforma flotante, se instaló Cristian con un amigo, luciendo cañas profesionales. "Arrancamos como a las 3, porque hoy tenemos día libre en el trabajo, con la idea de llevarnos unos amarillos a casa, pero no sale nada", aclaran. Otros tienen mejor suerte: "Sacamos bastante hoy, la usamos para encarnar con el reel, y lo que quede lo llevamos para comer", dice Sebastián, desde la punta del muelle donde está amarrado un barco, detrás de la Sala Mayo. "Siempre venimos, hasta que nos aburrimos", acota su amigo Maxi. "En esta lo trajimos al "Mono", sino la mujer no lo saca ni a caminar", añade señalando a un tercero. "Anduvimos por Bajada Grande pero estaba lleno, entonces nos vinimos para acá", cuenta el "Mono".
Por la costanera la escena se repite, pero más espaciada porque muchos de los bordes están tapizados de camalotes. "Mojarritas no hay, hay palometas, y de varias clases: tuvimos unas que son de colita amarilla y otra con aletas rojas", informa Malena, de 10 años, que pesca frente al islote Curupí junto a su hermano Emiliano, de 6, ambos supervisados por sus padres. "Vivimos por la zona sur, muchas veces vamos a las aldeas pero hoy pintaba el día bastante más fresquito y nos venimos para estos lados. También para que ellos vean como ha crecido el río, que es algo medio insólito, y nos quedamos en este lugar porque está lindo, se ve gente", señala Edgardo, el papá.
Para encarnar, en lugar de lombrices usan un bife de carne que tenían en la heladera. Tal vez por eso consiguen más palometas que mojarritas. En el Municipal, en el Club Atlético Estudiantes y en el Club de Pescadores los que observan el horizonte caña en mano lo hacen desde la costanera misma o desde el primer escalón, ya que hasta allí llega el río. "Bajó un poquito, mirá la marca en la ventanita del restaurante", le indica un hombre a otro. "Venimos a pasar el rato y por las nenas que están de vacaciones. Nos quedamos acá porque es lo mismo en cualquier lado, total está todo inundado", aclara Kevin.
"Trajimos bastante lombrices de casa", expresa. "Sí, de debajo de las plantas que me rompiste", acota su mujer, tereré en mano. "A las nenas les gusta venir, les regalamos unos mojarreros para Navidad", cuenta ella. Es así, siempre hay un chico como pretexto, pero a veces son los grandes los que más se dedican. "Tengo 31 años y sigo mojarreando, me gusta más que a ellas, y es más divertido que estar todo el día con una caña grande. En mi época las comíamos, pero mis gurisas no las quieren probar", apunta Matías. "Son riquísimas fritas, le cortás la cabecita, le sacás la escamita y la pasás por harina tipo milanesita. Espectaculares quedan", detalla su receta. "Estamos en esto ahora ocasionalmente porque es verano, y porque los gurises ven que hay otros gurises y quieren hacer lo mismo", expresa.
<b>Bajada Grande</b>
"En verano es cuando más mojarreros vendemos, por las vacaciones de los chicos y porque en estos días se corre la voz entre ellos de que están saliendo muchísimas mojarritas y se vienen con los padres", cuenta María, que atiende el kiosco de uno de los dos miradores en el muelle de Bajada Grande. "Vienen familias enteras, después de las 3 o 4 de la tarde es cuando más gente hay, y se quedan algunos hasta las 11 o 12 de la noche. Hay tantas mojarritas por la creciente y porque el agua está clara, porque cuando está sucia no abundan", indica Guadalberto, su marido. Un mojarrero cuesta 25 pesos, las plomadas casi que se dan de vuelto, pero lombrices no venden. Para conseguirlas hay que ir más arriba, preguntar en las casitas o los quioscos sobre Estrada y Larramendi, en donde por 15 pesos te dan un puñado de carnada con el cual pasar la tarde.