Sociedad Conserva toda la vitalidad

Tiene 104 años, teje, lee y recuerda su infancia en un campo de Santa Fe

Nació en 1913, y su papá Juan, que vivió hasta los 102 años. Vive desde hace cuatro décadas en la localidad santafesina de Carcarañá y evoca su vida en el campo, que fue su lugar en el mundo. "Allí fuimos felices", asegura.
En el aparador se alinean velas de números, son de distintos colores y comenzaron a guardarlas a partir de la centena. Dentro de poco la fila tendrá el 105 y Delia Basso de Guraya cumplirá la poco común edad con una vitalidad que asombra. Quedó prendada del campo donde nació y vivió y hoy preside su casa en Carcarañá (a 196 kilómetros de la ciudad de Santa Fe) con la firmeza de siempre. Entre el sentir y la anécdota rescata a la vez, mandatos y desafíos en la vida cotidiana del país con el que compartió el último siglo.

La primera sorpresa fue cuando ella misma atendió el teléfono, aceptó la entrevista y bromeó sobre ruleros para la ocasión, aunque aclaró que su sencilla historia de vida quizás no lo ameritara. La segunda, la charla chispeante hacia un pasado donde ancló su sentir en mañanas de ordeñe y tarde de bordados y costuras. "En el campo fuimos felices", dice sobre el lugar donde nació, creció y vivió cuando formó su propia familia.
Desde hace unas cuatro décadas vive en una casa con jardín al frente y con tres personas que se turnan para acompañarla. Así ella sigue en su entorno, con sus objetos de siempre y sus labores porque no todos son recuerdos. Delia sigue activa: lectura, puntillas al crochet y sus charlas con Laura que se encarga con diligencia de la rutina de la tarde.
Camina sola
"Tengo 104", dice en torno a la mesa con café y sándwich, allí se reúnen cuando llega la familia que le dieron sus hijos Ethel, Elena y Francisco, ya fallecido. Su esposo Alfredo murió en 2005, a los 92 años, y llegaron a cumplir 71 años de casados. "La estoy pasando bien, gracias a Dios", afirma Delia, y hace gala de su salud que sólo tiene a una silla de ruedas como descanso para desplazarse, porque aún puede caminar sola. Nunca un dolor de estómago y por supuesto ningún alimento prohibido y lo de Dios no es una referencia al paso, cada mañana y noche, emplea no menos de media hora en rezar "pidiendo por todos menos para mi".

El resto del día lee La Capital y siempre algún libro, en lugar de radio y TV, "por lo que hay que ver?", sentencia. Después matiza el tiempo tejiendo, en invierno los cuadraditos de lana que "siempre pide Cáritas", y el resto del año teje elaboradas puntillas al crochet en los extremos de toallitas de mano, que guarda envueltas como regalo para las visitas, hecho del que dan fe cronista y fotógrafa.
El patio de tierra
Teje en la galería que da al jardín trasero, su lugar preferido de la casa, con ventanales donde el sol da a pleno en las mañanas. ¿En qué piensa en esos momentos? En la vida que aún le da Dios, responde sin dudar y vuelve a describir las puntillas que aprendió de su mamá Teresa, quien en medio de las duras tareas del campo se daba tiempo para coser la ropa de los ocho hijos de la familia. Fue su ejemplo, por eso atender el hogar fue después su tarea asumida. "Siempre hacerlo bien, muy prolijo, me gustaría decir también que me hubiese gustado hacer la comida, pero ¡no!", festeja. Recuerda a la pulcritud como su lucha en el campo "con la tierra que entraba y salía de la casa". Y cuenta que Ethel y Elena renegaban siempre al barrer un patio de tierra que se extendía a medida que ella desbrozaba sus contornos.
Infancia
Orgullosa de su estirpe italiana, nació y vivió en un campo que su papá Juan, que vivió hasta los 102 años, alquilaba a la familia de quien fue su esposo, entre Casilda y Carcarañá. Para cursar la primaria, Delia y su hermana estuvieron en pensión de una familia donde pasaba meses sin volver a su casa, aunque su papá las visitaba. "Mi hermana corría a los gritos detrás del sulky cuando se iba", relata, y evoca la angustia de su padre y el costo de las breves escolarizaciones de aquellos años.

Nació en 1913, y fue testigo de la historia reciente del país, con sus momentos más bravos, que su papá amortiguaba a puro trabajo para que nunca les faltara el alimento. Ella y una hermana estaban a cargo del ordeñe, cuenta, y se deleita con el recuerdo de la leche y la manteca y queso casero que elaboraban y que nunca pudo olvidar. Sabores irreemplazables.
Visitas de vecinos
Las labores incluían bordar y coser, entre otros mandatos hogareños matizados con paso doble y la voz de Antonio Tormo con "todos temas hermosos que hoy Laura me hace escuchar en el celular, me dan ganas de ser joven para volver a escucharlo en aquella época", evoca con gesto cómplice.
Joven como en aquellas tardecitas de domingo cuando iban caminando "al cruce de caminos, a ver algún auto que pasaba", siempre que no llegara alguna familia vecina de visita, recuerda. Y entre otras costumbres, cuenta la de visitarse entre vecinos los días en que las duras faenas hacían un alto.

Para esa misma época ocurrió un suceso que pudo ser trágico. "Mi papá tenía caballo de carrera, en una ocasión le ganó a un señor que dijo «esa me la van a pagar», una noche prendieron fuego al galpón que estaba pegado a la casa, el caballo nos salvó porque sus relinchos despertaron a mi papá, se quemó el caballo y todas las herramientas, fue terrible", comenta.
El baile
Como le gustaba bailar, fue a un baile de campo, que se hacían en casas de familia, donde la descubrió Alfredo en 1931. "Como había más chicas que muchachos, invitaron a los tres hermanos Guraya, ahí nos conocimos con mi marido, que bailaba apenas, yo lo hacía mejor", dice sonriendo. El joven contó con la ayuda de un amigo en común para comenzar a visitar la casa de Delia los domingos. Tres años después se casaron y vivió muy cerca de su casa paterna.
"Estoy conforme con la vida de campo que hice", evalúa. ¿Y cómo es en el barrio? "Tenía la costumbre de sentarme en la vereda en las noches de verano pero no me sentía cómoda, me parecía indebido hablar sobre alguien que pasaba, eso lo tengo desde chica, nunca me gustó".

Claro que esa prudencia no quita gentilezas, por ejemplo, de cruzar un ramo de calas cuando su jardín florece, a su vecina Claudia que le hizo un magnífico broche para el vestido cuando cumplió cien años. Y ya es anécdota en su vida porque en octubre celebrará cinco más. ¿Cómo lograrlo? "No sabría decir un secreto para llegar a esta edad, yo sólo viví", dice Delia y cierra una charla vigorosa con una sonrisa. Fuente: (La Capital).-
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