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Murió el trovador Gabo Ferro: El adiós a un gran artista

Artista inclasificable y todoterreno, arrancó con el rock y se convirtió en un trovador. "Todo lo poético que puedo ser está dentro de la canción", dijo en una entrevista. Murió de cáncer a los 54 años.
Hay una historia protagonizada por Gabo Ferro que fue contada infinidad de veces, tanto por su protagonista por todos aquellos que, con el correr del tiempo, dicen haberla visto, que hoy son más o menos la misma cantidad de gente que también dice haber visto a Mano Negra en vivo un viernes invernal en el Estadio Obras.

A finales de los años 90, en medio de un show de Porco en el auditorio del Hotel Bauen, Gabo Ferro se hartó de todo, apoyó su micrófono en el piso del escenario y salió corriendo del lugar para, de esa manera, dar por terminado el concierto, la trayectoria de su banda y, de paso, su relación con la música por casi una década.

La sorpresa de los asistentes a ese recital fue similar al mazazo recibido por todos este último jueves por la tardecita: la noticia de la muerte de Gabo Ferro a los 54 años de edad, por causas hasta el momento no especificadas. Sólo un frío cable noticioso, y la sensación de pavor, sorpresa y desolación ante lo irremediable.

Porco fue, junto con el primer Catupecu Machu, parte de una escena de rock pesado de mediados de los años 90 con raíces en el hardcore y epicentro geográfico en la zona oeste de la ciudad de Buenos Aires. Ferro, en voz líder, era secundado por un trío de guitarra, bajo y batería, y era quien se llevaba todas las miradas, gracias a su dotes de frontman y su voz, que podía ir desde un registro de barítono a lo Freddie Mercury a unos falsetes teatrales dignos del mejor Miguel Abuelo.

Dos discos (Porco, de 1994 y Naturaleza muerta, de 1998) fueron el testamento de la banda. Dos registros con buena recepción por parte de la prensa especializada que, sin embargo, no contaron con el respaldo del público que la banda esperaba y que quizás hayan sido el detonante para esa abrupta decisión de dejar todo.
Y esa decisión fue literal. Durante varios años Gabo abandonó la música para dedicarse a estudiar Historia. Se graduó con honores al recibir la Medalla de Oro de la Academia Nacional de la Historia y el Premio Museo Mitre. Era magister en Investigación Histórica, había cursado su doctorado y publicó dos libros que dieron cuenta de esta faceta: Barbarie y civilización: sangre, monstruos y vampiros durante el segundo gobierno de Rosas (1835-1852), que recibió la Mención Honorífica del Fondo Nacional de las Artes; y Degenerados, anormales y delincuentes.

Su estilo combinaba lo académico con lo didáctico, con una musicalidad escrita heredada de su otra pasión, y eso se pudo apreciar en sus otros libros extra curriculares, que podían compilar sus letras, mostrar su poesía y hasta dar cuenta de un par de libretos de ópera.

En 2005 la musa musical volvió a llamar a Gabo, y le hizo caso. Según le contó en su momento al Suplemento Sí, en sólo quince días compuso los doce temas que integran Canciones que un hombre no debería cantar, su debut como solista. Y acompañado por Ariel Minimal, Pepo Limeres y Rogelio Jara, Ferro grabó un álbum clave para una época en donde lo acústico y el coqueteo entre el rock argentino y el folclore volvía a ser bien visto (Flopa Manza Minimal, el Toba Trance de Los Natas).

Asimismo, en El amigo de mi padre se atrevía a mostrar su sexualidad con una letra para nada ambigua y mucho antes que se diera la discusión sobre el matrimonio igualitario. De hecho, uno de sus últimos proyectos fue Loca, donde le puso su voz a tonadas popularizadas por las mujeres del tango de los años 20 y 30 como Ada Falcón, Tania, Sofía Bozán y Tita Merello, y que se pudo ver en la edición del año pasado del festival porteño del género.

Ocho fueron los discos que grabó como solista, y cinco más en colaboración con artistas tan disímiles como Flopa Lestani, Sergio Ch. (Los Natas), el escritor Pablo Ramos o Luciana Jury, entre otros. El término trovador, muchas veces tan mal utilizado en la actualidad, le caía perfecto a su imagen: un hombre delgado y barbudo, de modales impecables y sonrisa franca, que escuchaba siempre a su interlocutor y que no dudaba contradecirlo de ser necesario, sin levantar ni una octava el tono de esa garganta que solía cuidar casi siempre con algún abrigo. Una gola irrepetible que se fue de repente al más allá, y a la que ya se extraña.
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