Sociedad El gran poeta sudamericano

A 34 años de la desaparición física de Juan Laurentino Ortiz: la vida y su obra

El 2 de setiembre de 1978 moría en Paraná, Juan Laurentino Ortiz. Aquí, algunos recuerdos del poeta nacido en Puerto Ruiz que iluminó a sus vecinos del mundo desde el río y las barrancas.
Aquel 2 de setiembre era sábado. Al día siguiente, los restos del poeta serían sepultados en Gualeguay, cerca de su casa natal de Puerto Ruiz. Se cumplen 34 años y el ausente se nos hace más presente cada año. Juan Ortiz, que el tiempo fue llamando Juanele, había nacido el 11 de junio de 1896 en Puerto Ruiz, a pocos kilómetros de la ciudad de Gualeguay. En homenaje a su madre, subrayamos en el título de este recuerdo su sangre entrerriana menos conocida. Es que su padre José Antonio Ortiz había llegado desde San Antonio de Areco a los pagos del sur entrerriano, y aquí se enamoró de María Amalia Magallanes, nacida en las islas del Ibicuy.
De modo que Juanele bien pudo ser Juan Magallanes. Pero su hijo Evar Ortiz Irazusta, gran docente y cantante de ópera que murió en setiembre también, hace tres años, nos señaló cierta vez una investigación familiar que realizó su primo hermano, el escritor Roberto Beracochea. “Cuando el padre de mi abuelo vino, firmaba con un apellido compuesto, Ortiz De Haro. A mi primo –recordaba Evar- siempre le llamo la atención eso, dijo ‘yo voy a investigar por qué él cuando se nacionalizó argentino sacó la segunda parte del apellido, o el segundo apellido’. Se recorrió todo el país vasco, y encontró que efectivamente un tatarabuelo de ellos era Ortiz De Haro, había nacido en el mismo pueblo, un pueblito de pescadores cerca de Bilbao sobre el mar Cantábrico; y que inclusive el emperador de España le había conferido un cargo de la nobleza, como si fuera un condestable; era un jefe, un gobernador civil, militar y eclesiástico. Pero cuando mi bisabuelo se nacionalizó fue Ortiz”.
Beracochea “era primo hermano mío, abogado, escritor... la madre era Carmen Ortiz, la mayor de las hermanas mujeres de mi padre, y se casó con Gregorio Beracochea”, nos apuntó Evar aquella tarde en la casa del parque Urquiza, que habitó Juan L. hasta su muerte. De modo que estamos ante un Beracochea Ortiz.
Pero volvamos a la familia. Habíamos mencionado a su padre José Antonio Ortiz y a su madre María Amalia Magallanes. Y bien, Juanele se casó con Gerarda Irazusta Etcheto, prima segunda de los afamados historiadores Julio y Rodolfo Irazusta. Su único hijo Evar Ortiz Irazusta se casó con Elena Sabella Lazarte y tuvieron una hija, Claudia Ortiz, cuyos hijos (los bisnietos de Juanele) son apellido Graglia.

Aquellas casas
Le preguntamos a Evar dónde vivió la mayor parte de su tiempo con sus padres Juan y Gerarda. “En Gualeguay, en la casa que mi padre había habitado siendo soltero con Amaro Villanueva, Carlos Mastronardi, con ese conjunto de escritores, pintores, de todo, frente al parque”. Es sabido, pero vale recordarlo, que Amaro Villanueva, Carlos Mastronardi, Juan L. Ortiz y otros grandes escritores y artistas argentinos vivieron en una misma casa en Gualeguay, en su juventud.
Un dato menos explorado, aunque presente también en la biografía de Juan, es que vivió un tiempo con su familia en la localidad de Carbó, entre Gualeguay y Larroque, en un sitio llamado “la casa de los pájaros”. Evar guardaba muy buenos recuerdos de esa época. Otra casa central en la vida familiar es la de los Magallanes, en Puerto Ruiz. Evar señalaba que su abuela era hija de españoles. “Vivían donde nació mi padre. Tenían un comercio, trabajaban en el saladero en Puerto Ruiz. Mi abuelo Ortiz era de San Antonio de Areco, vino soltero a Entre Ríos contratado por unos vascos amigos, uno creo que era Aguirre Zavala, y otro no me acuerdo ahora, de Gualeguay y Villaguay. Para administrar estancia. Él era un administrador, iba a los remates, vacunaba, controlaba a los peones, en la época de siembra sembraba una parte de los campos con pastos para los animales, en eso parece que era un hombre muy competente. Él vino soltero, la conoció a mi abuela y se casó”.
Desde 1942 vivieron en una casa de calle Tucumán, en Paraná, y en setiembre de 1959 se trasladaron a la casa del parque Urquiza, que en estos días luce el enorme tronco del gingko biloba que Juanele trajo de China. Está en la calle Torres, que es continuidad de la calle Buenos Aires, pasando Mitre, en uno de los sitios más bellos que puede ofrecer la provincia de Entre Ríos.

El islote
Juan Ortiz escribió sobre el islote municipal, hoy llamado Isla Curupí, todo un oasis para el gran músico Miguel Ángel Martínez, pero claro: en aquellos tiempos el islote entró en discusión porque era un banco de arena que estaba pasando a ser una isla hecha y derecha. En la voluminosa y trascendente “Obra completa”, reunida por Sergio Delgado y editada por la UNL, hay un compendio de columnas de Juanele bajo el título “Los amiguitos. Cosas de niños, de animales y de paisajes”. Allí, con el título “No sirve para nada, estorba, y nadie lo puede sacar”, se puede leer una referencia al islote que los amigos actuales de la isla Curupí quizá lamenten.
Con humor, Juanele compara el islote con algún político de la época por eso de que no sirve para nada, estorba y nadie lo puede sacar. “Se sabe, en efecto, que el banco es ‘sacable’. Lo creíamos con Villanueva un producto ‘espontáneo’ de nuestro río, aunque disintiéramos sobre su tratamiento. Ahora resulta que fue provocado para defender la profundidad necesaria al Puerto. Se obró de manera que la arena se fuese depositando allí, sin pensar seguramente en lo que aquello iba a devenir: en el ‘incidental’ más ingrato de una belleza que atraía a los extraños”.
“La responsabilidad humana de ese banco, pues, está perfectamente clara. Y la solución del problema estético que él ha creado no sería de algún modo imposible si tuviéramos un real interés en ello y sobre todo si contáramos con técnicos capaces. Alguien propuso que se utilizara ‘nuestra aviación’ para hacerlo desaparecer sometiéndolo a un preciso bombardeo. Pero se vio enseguida destruidas todas las instalaciones del Puerto: tal es la fe que se tiene en la aptitud de nuestras alas”.
La prosa de Ortiz continúa y es sabrosa, va y viene entre la isla y la política, pero hay que leerla en su tiempo: hoy la isla Curupí es todo naturaleza virgen y los paranaenses la quieren así, no ya como obstáculo sino un pulmón frente a la orilla, isla llena de historia y poesía, y nunca habrá consenso para reemplazar allí las arboledas y los bañados por edificios de cemento y esas cosas propias de tiempos modernos. Juan Ortiz vio un estorbo para la mirada, porque conocía la enorme cancha de agua frente a la capital entrerriana, antes del islote, es decir, porque gustaba solazarse en la naturaleza.
Tiempo después se mudaría precisamente a la alta barranca, frente al islote.

El río todo dorado…
El río todo dorado de Mayo,
ahondando Mayo en una ligera paz efímera,
u ondulándolo en gestos ricos bajo la tarde.

El río todo dorado de Mayo.
Un chico pálido me ofrece su juguete vivo.
Horror. Su dicha por treinta centavos.
Su dicha: la perrita a él identificada
que le mira gritando, y salta, húmedos los ojos
de una mirada, oh, de qué mirada!

Su juguete. Pero su estómago ardía.
Un chico que ofrece su dicha por treinta centavos.
Hombres míos! El otoño. No nombréis el Otoño!
J. L. Ortiz

El más grande del siglo XX

En el año 2003, el escritor Juan José Saer publicó en el diario La Nación una columna que traería cola. Bajo el título “Una poesía en expansión, como el universo”, Saer empezó así su prosa: “el dos de septiembre de 1978 murió en Paraná, a los ochenta y dos años, Juan L. Ortiz, el más grande poeta argentino del siglo XX”.
“La edición de sus Obras Completas por Sergio Delgado en 1996, para el Departamento de Publicaciones de la Universidad del Litoral, puso de manifiesto esa indiscutible supremacía que resulta todavía más meritoria cuando no se ignora que en la poesía argentina del siglo que acaba de pasar abundan los nombres prestigiosos, los movimientos más diversos, las revistas de vida relativamente larga, las ediciones cuidadas, el gusto por la traducción, las poéticas y los individuos originales, los textos perdurables”.
“Las mil ciento veintiuna páginas de sus Obras Completas constituyen un monumento lírico-narrativo que, como toda obra literaria de primera magnitud, tiende a ser (ya lo he dicho a propósito de su poesía en otras circunstancias) un idioma dentro del idioma, un estado dentro del estado, un cosmos dentro del cosmos”.
“El más grande poeta argentino del siglo XX: si comparamos la obra de Ortiz con la de otros poetas a los que se les ha acordado ese rango o que podrían aspirar a él, como Lugones o Borges, salta a la vista la pertinencia de esa atribución a la poesía de Juan L.; la escritura de Borges se realiza más plenamente en su prosa, y en el último período de su obra poética propiamente dicha se produce una verdadera regresión hacia las formas tradicionales, que él solía atribuir a su ceguera, pretendiendo que la utilización del endecasílabo y de la rima le permitía memorizar mejor los versos que iba construyendo mentalmente. Es obvio que se trata de un mito, tributario del de la ceguera de Homero, destinado a subrayar la contribución de esa ceguera al ejercicio mnemotécnico que exigía la retención de los hexámetros. En el caso de Lugones, después de la tentativa renovadora de Las montañas del oro (1897), su poética, en la que naturalmente encontramos muchos magníficos hallazgos, cristaliza sin embargo en el prólogo de Lunario sentimental, en 1909, donde reivindica el verso libre, pero sometiéndolo al molde del ritmo y de la rima. A partir de entonces, los versos de Lugones, libres o regulares, excelentes o execrables, quedarán encadenados a esa práctica obligatoria de la rima”.
“Aunque difiere en casi todo de ella, la poesía de Juan L. Ortiz podría ser comparada en un solo punto, pero muy importante, con la de Oliverio Girondo: en ambos casos la evolución poética, desembarazándose de toda retórica impuesta desde el exterior, va modificando el lenguaje y la forma desde dentro, y si bien esa práctica conduce a resultados muy distintos, coinciden en el hecho de encontrarse al final de su evolución en las antípodas de toda expresión poética conocida”.
La crítica de Saer puso al entrerriano, y a Entre Ríos, en el centro de la escena poética argentina de todos los tiempos. La estrecha relación de José Hernández con Entre Ríos, la vida de Olegario Andrade en Entre Ríos, la familia de Jorge Luis Borges en Entre Ríos, y el entrerriano de cuna, Juan L. Ortiz, colocan a esta bella región ondulada en un bello lugar artístico.
Fuente: Daniel Tirso Fiorotto (Diario Uno)
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